© Album. Irène Jacob, La double vie de Véronique
Todos los tiempos del cine
Amor por el cine desde el lugar donde nació el cine. El Instituto Lumière en Lyon representa el invento que revolucionó el arte y el espectáculo, no solo como un símbolo histórico en su propio lugar de origen, sino a través del trabajo diario para recopilar, recuperar y difundir el cine como un todo, como debe ser, más allá del tiempo y las fronteras, con la actualidad y la perspectiva histórica en continua comunicación.
El jardín de la casa donde vivieron y fundaron su fábrica en Lyon los hermanos Antoine y Louis Lumière, que inventaron la cámara de cine, pero también la sala de proyección pública, es un vergel: un espacio recogido y amigable que durante todo el año, y especialmente con la celebración del Festival Lumière cada octubre, acoge entre los árboles y en sus salas anexas a cinéfilos inquietos, estudiantes a los que se abren ventanas a lo desconocido, profesionales internacionales y grandes cineastas que intercambian el entusiasmo común por el cine, por conocerlo y debatirlo, por establecer infinitos caminos y conexiones entre todas las épocas, nacionalidades y sensibilidades artísticas.
El Instituto Lumière pone la semilla que ahí florece, alrededor de un edificio que, situado en la Rue du Premier Filme, donde se rodó la iniciática Salida de los obreros de la fábrica en Lyon (Louis Lumière, 1895), representa como pocos esa idea del museo vivo y activo, del laboratorio que investiga y reinventa a través del conocimiento acumulado y el estudio y la programación constantes. Además, abierto a todos los que nos dejamos contagiar por su embriagador espíritu desde el momento en que lo conocimos por primera vez. Una labor de continua restauración de títulos que, si no, podrían acabar olvidados o perdidos; de rescate del cine mudo siempre en peligro de desaparición o desconocimiento; de atención a obras contemporáneas que necesitan una rehabilitación o una segunda oportunidad; de cineastas arrinconados por el tiempo, que precisan nueva luz sobre sus logros, de André Cayatte a Gilles Grangier.
Las Sesiones Lumière que inicia este trimestre la Filmoteca Vasca quieren hacerse eco, con un primer recorrido por filmes importantes en la historia del Instituto Lumière, de ese trabajo luminoso y contagioso, a través de sus diferentes facetas. Y emprendido por grandes profesionales y, sobre todo, amantes del cine y de su divulgación.
Bertrand Tavernier, que falleció el año pasado, es el presidente histórico del Instituto Lumière, gran artífice del talante que caracteriza al organismo, y ha transmitido como pocos su devoción por el cine, tanto en su faceta de director y guionista, como en la de estudioso y divulgador apasionado. Por eso, estas sesiones Lumière comienzan con uno de los filmes más emblemáticos del cineasta de Lyon, su debut El relojero de Saint-Paul (1974), representativo también de su atención al género negro, entre otros. La actual presidenta es la actriz Irène Jacob, que protagoniza el cartel y vendrá a presentar uno de sus trabajos más sobresalientes en una obra maestra del cine contemporáneo, La doble vida de Verónica (Krzysztof Kieślowski, 1991). Thierry Frémaux, director del Festival de Cannes y también lionés, es el alma mater del Lumière. Con su película ¡Lumière!, comienza la aventura (2016), que restaura y ofrece una nueva perspectiva sobre las primeras películas filmadas por los inventores del cinematógrafo, marca el estilo de la casa: tanto rigor como entusiasmo.
El Instituto y el Festival Lumière se caracterizan también por la camaradería: los ciclos, debates y presentaciones implican a cineastas y otros profesionales y estudiosos del cine. Así, Clint Eastwood eligió El bueno, el feo y el malo (1966) para clausurar la primera edición del festival en 2009. Jerry Schatzberg es uno de los cineastas que se cuentan como amigos del Lumière, y su película El espantapájaros (1973) merece ser rescatada como uno de los más acertados retratos de la América errática a través de dos seres marginales, con memorables interpretaciones de Gene Hackman y Al Pacino. Y el alemán Wim Wenders fue uno de los primeros cineastas invitados a participar en las actividades del Lumière con Alicia en las ciudades (1974), una road movie inusual que conserva toda su modernidad casi cincuenta años después.
La recuperación de mujeres cineastas que a lo largo de la historia sacaron adelante una obra cuya importancia ha de ser realzada debidamente es otra de las líneas de actuación del Lumière, en la sección Histoire permanente des femmes cinéastes, que se ha focalizado en nombres como Larissa Chepitko, Kinuyo Tanaka, Jane Campion (que recibió el Prix Lumière 2021) o la actriz y directora Ida Lupino, cuya The Bigamist se atrevía ya en 1953 a tratar en los márgenes del cine estadounidense cuestiones tabú alrededor de la mujer y el machismo.
Con el respeto escrupuloso al original de la obra cinematográfica en restauraciones de minuciosa tecnología digital, el Instituto Lumière ha rescatado algunos de los grandes clásicos del cine francés que siguen asombrando por su audacia estética y temática, caso del impactante drama negro El cuervo (1943) de Henri-Georges Clouzot, o la película que reflejó las ilusiones del Frente Popular sin hacer ningún alegato político, buscando solo el sabor agridulce de la condición humana y los límites de la utopía: La belle equipe (1936), una de las mejores películas del gran Julien Duvivier. De otro de los cineastas galos fundamentales, Jean-Pierre Melville, se escoge el seco e impactante retrato de la Resistencia francesa, El ejército de las sombras (1969).
Y, conectando con esa red de ilustres colaboradores del Instituto Lumière, Martin Scorsese plasmó en una de sus visitas a Lyon su devoción por Las zapatillas rojas (1948) como una de las películas que más influyeron desde niño en su forma de ver el cine, entre otras cosas por su tratamiento del color, y como uno de los títulos fundamentales del cine británico y de la obra de Michael Powell. Pasos armónicos, los del Instituto Lumière, que conectan todos los tiempos y territorios del cine, en un ballet tan apasionante como inagotable.
Ricardo Aldarondo